Zaragoza a 1 de julio de 2024
Sí, parece un anacronismo, pero es tal cual lo leen.
Pongámonos en situación. Empezamos el siglo XX con un invento que revolucionará las comunicaciones y el transporte pero antes, como otros muchos inventos, tuvo que desarrollarse, crecer y perfeccionarse a una velocidad que envidiarían incluso los guionistas de Fast and Furious, de la primera a la última de sus secuelas. Para eso, por desgracia, nada acelera ese proceso como una guerra. Ese invento fue la Aviación.
Recordemos. El 17 de octubre de 1903, Orville Wright consiguió volar su aparato Fly-1 durante 12 segundos, recorriendo 36 metros (hasta yo me atrevería a empatarle corriendo). Por algo se empieza.
Solo 10 años después aproximadamente, durante la llamada Gran Guerra (lejos estaban de imaginar que habría una posterior y mucho más sangrienta) la Aviación formaba parte de las armas utilizadas contra el enemigo, de momento sin mucho peso en las operativas globales.
Al inicio de la Guerra, entre Alemania (100 aparatos), Francia (140) e Inglaterra (110) apenas llegaban a los 350 aviones de combate. Y entendamos “combate”. Eran aviones “Caza” sin ametralladoras donde el copiloto disparaba con escopeta al enemigo, o “bombarderos” donde se lanzaba la bomba a ojo y donde cayera. Así lo hicieron los franceses con un complejo industrial alemán al que le acertaron bastante, por cierto. La cosa prometía.
Todos los contrincantes veían que el potencial de la aviación era máximo. Había empezado la leyenda, la guerra en los cielos, la mística del combate en las nubes.
Por eso, al final de la guerra en 1918, más de 150.000 aparatos habían intervenido durante la contienda. La evolución y el crecimiento, tanto técnico como operativo, fue exponencial en tan solo 4 años, pasando de ser un arma casi anecdótica a postularse como el arma determinante que posteriormente fue.
Y sí, los pilotos eran oficiales, pero sobre todo, caballeros. Unos locos montados en cacharros que volaban desafiando literalmente a la muerte en cada misión (dos de cada tres se “ahorraban” el viaje de vuelta a su base). Como guerreros medievales en duelo a muerte con un igual con el que encontrarte antes o después en su Valhalla particular para pilotos.
Constituían una élite en cada uno de los ejércitos contendientes y un halo de grandeza, heroísmo y superioridad los envolvía despertando la admiración, el miedo y, lo que ahora nos parece increíble, el respeto de los propios enemigos.
Sus reglas de combate se asemejaban a las de las contiendas medievales entre caballeros. Combatir a muerte sabiendo que uno de los dos contrincantes no verá la luz de un nuevo día y aceptando la derrota si los dioses de la guerra no eran propicios y disfrutando la victoria en otro caso, pero siempre demostrando un respeto hacia el adversario muy lejos de odios y mezquindades que tanto se sufrían en las operaciones en infantería por ejemplo.
La filosofía era clara: luchas por tu honor y por tu patria. Igual que el enemigo. Un día le toca a ellos y otro te puede tocar a ti. Términos como ética u honorabilidad eran férreos códigos grabados a fuego en un mundo que hoy resultaría difícil de entender: el de los militares provenientes de la vieja nobleza europea que copaban las recién creadas fuerzas aéreas. Aquellos primeros pilotos eran la viva estampa del tipo histórico de caballero medieval; una suerte de ‘héroes’ envidiados por sus camaradas del Ejército y la Marina.
Y dentro de los esos últimos nuevos caballeros del aire, el mito más grande de todos ellos (hubo más de los que merecería la pena hablar) fue Manfred Von Richthofen, el Barón Rojo.
Nacido en 1892, hijo de un aristócrata y militar condecorado, en lo que ahora sería territorio polaco pero que entonces pertenecía a esa Prusia que dominó Europa buena parte del siglo XIX. No arriesgabas mucho si apostabas que aquel chico rubio, a nada que pudiera, entraría en la elitista Escuela de Caballería del ejercito prusiano, y así fue. Con 11 años entró en la Academia para orgullo familiar y a los 20, el joven Manfred, era un flamante teniente de caballería. Ahora tocaba ganar honor y gloria para mayor orgullo de la familia, tal y como lo habían hecho sus antepasados.
Y llegó la oportunidad. En 1914 empieza la Gran Guerra, la guerra de los “primos” (el Rey de Inglaterra, el Zar de Rusia y el Kaiser de Alemania eran primos hermanos y difíciles de distinguir si se pusieran juntos en una fotografía) donde se demuestra que las cargas a caballo con las armas modernas ya nos son efectivas sino más bien inútiles suicidios.
Los oficiales de caballería, gran parte de ellos de origen noble, buscan otros acomodos y, tras un breve paso por infantería, en 1915 el joven barón ingresa en la escuela de adiestramiento aéreo donde demuestra una predisposición natural para ser piloto. Sus profesores cuentan que tenía mirada asesina, penetrante, esa mirada de águila en modo caza. Era el típico alemán, rubio de ojos azules, pero bien hubiera podido pasar por un lord británico porque tenía el porte y distinción que correspondía a su linaje. Además, estaba ávido de victorias, de gloria. Quería saborear las mieles del triunfo. Realizaba maniobras impensables con aquellos “cacharros”, quería poner siempre al cien por cien su avión, ponerse al cien por cien él mismo. Siempre se retaba. Siempre buscaba un punto más que los demás. Había germinado la semilla de la leyenda del Barón Rojo.
Por si hay aún alguien no ha caído, el apelativo de Barón Rojo viene de su noble cuna, por supuesto, y de que pintaba sus aviones de color rojo para que el enemigo no tuviera la menor duda de qué avión era el que él pilotaba.
Solo contaré para no alargarme, una pequeña anécdota, antes de ser famoso, que refleja claramente por qué se convirtió en un mito.
El 17 de septiembre de 1916, en uno de sus combates, se enfrentó al temido comandante Hawker, el más atrevido piloto de la aviación inglesa. Tras diversas maniobras que vistas desde tierra parecían un concurso de acrobacias aéreas, siempre buscando ponerse a la cola del enemigo, el Barón Rojo, disparando su ametralladora a la vez que hacía una pirueta en el aire con su Albatros (el Fokker triplano vino más tarde, casi al final de la guerra) acertó en el cuerpo del británico hiriéndolo de muerte.
Sabedores ambos de cómo iba a terminar el tema, Manfred Von Richthofen saludo militarmente llevando su mano a la sien al comandante Hawker que, cortésmente, le devolvió el saludo para estrellarse estrepitosamente a los poco segundos. Pero lo hizo a unos 50 metros fuera de las líneas alemanas. La forma de contar los derribos validados de los teutones, no permitía comprobar la certeza de la victoria en aviones que cayeran tras sus líneas y, por lo tanto, asignarle el derribo como tal.
Así que, ni corto ni perezoso, el Barón Rojo aterrizó su avión en zona hostil, arriesgándose a ser hecho prisionero por la infantería enemiga y perder un avión (les recuerdo que no sobraban precisamente) y, tras comprobar que el colega inglés ya no podría volver a leer el Times si es que lo hacía cuando vivía, desmontó la ametralladora del avión enemigo y la cargó en el suyo como prueba irrefutable de la victoria aérea lograda. Lo que debió ser un motivo de arresto por parte de sus superiores al aterrizar tan imprudentemente en territorio enemigo solo para anotarse una victoria, se convirtió en el principio de su leyenda.
Conforme su cifra de victorias (llegó a las 80 en 22 meses de combate) aumentaba semana a semana, su figura, bien explotada como héroe de guerra por la cúpula militar germana, no dejo de crecer y crecer hasta convertirse en un mito viviente.
Pero como todos los mitos tenía detrás luces y sombras tan grandes que lo han hecho perdurar como tal hasta el día de hoy.
Quizá eso sea tema para otro artículo de este blog.
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